miércoles, 28 de agosto de 2013

Una pequeña historia del rock


Todo lo que sé de música se lo debo a las sesiones de dos DJ “frustrados” como mis hermanos y a las interminables (y maravillosas) tres horas diarias de Sputnik en los años de Universidad, cuando Televisió de Catalunya se dedicaba a algo más que a hacer propaganda por la independencia.

Estamos en los 90. Interpreto ahora como un privilegio el haber empezado esa década con 13 años y haberla acabado con 23 (con mis hermanos: el mellizo Alejandro y Víctor, un año menor); es decir, adolescencia y primera juventud. No es difícil imaginar que aquellos fueron los años más felices de nuestras vidas.

En el año 90 el heavy empezaba a entrar en decadencia, pero no había un solo chaval en San Pedro y San Pablo que no reverenciase a Metallica, Iron Maiden, Helloween, Manowar, AC/DC o Judas Priest. Lo mismo debía de pasarle, a mil kilómetros de distancia, a mi primo José Ángel, que desde Oviedo nos introdujo al mundo del metal con una de aquellas cintas de selección de hits que circulaban por entonces y que acababan convertidas en auténticos objetos de culto, hasta el punto de que yo nunca me hubiera movido de aquel cassette si Alejandro no hubiese empezado su frenética carrera por escuchar más y más cosas. El Kill’Em All, el The Number of the Beast y toda la discografía de Metallica (el grupo de Alejandro) y Iron Maiden (el de Víctor) comenzaron a entrar en casa, junto con un goteo constante de nuevos grupos que iban fraguando nuestra primera cultura musical. No es de extrañar que en ese contexto, la irrupción de Nirvana fuera percibida como una agresión para los metaleros de San Pedro, muchos de los cuales no empezamos a valorarlos hasta unos cuantos años después. Nuestra fe en el heavy permanecería inquebrantable incluso con la llegada de dos acontecimientos paralelos y a la vez completamente antagónicos como fueron la LEVEL y aquellos ‘temazos’ de trance, bakalao e italodance (oh, el italodance), que, a pesar de su aparente frivolidad, dejaron una huella que aún hoy, como la del heavy, sigue viva en muchos corazones de los barrios de Tarragona; y descubrir a The Smiths, ese grupo eterno que una vez entra, como bien sabrán los fans, te acompaña de por vida.

No fue hasta años más tarde, como decía, cuando Alejandro y yo empezamos a escuchar a Nirvana. Un tanto desubicados en la modernidad de la gran urbe de Barcelona y en la frenética vida cultural de la Universidad, dimos una oportunidad (¿o más bien se coló?) al grunge, que entró como un elefante en una cacharrería y de alguna forma desplazó a nuestra banda sonora de barrio, el heavy (a pesar de la resistencia de Sepultura), de manera que Pearl Jam, Soundgarden, Stone Temple Pilots, Screaming Trees o Alice in Chains construyeron nuestro nuevo mapa del rock. Mientras tanto, Víctor navegaba entre las aguas de Iron Maiden y Megadeth y las del hardcore melódico, con NOFX encabezando una lista que iría completándose con Lagwagon, Satanic Surfers o Pennywise hasta hacerse interminable.

Aún estábamos en 1994 y ya se habían producido numerosos cambios respecto a los primeros 90. Pero en ese año y los siguientes nos esperaban muchos más. Un descubrimiento de algo pasado cambiaría nuestras vidas: los Pixies, Black Francis y sus inconcebibles gritos en River Euphrates. Se nos abría el mundo de lo alternativo a la vez que en el Sputnik sonaban insistentemente Stereo de Pavement y los ritmos industriales de Ministry o Nine Inch Nails. El brit pop se hace un hueco también con el memorable Definitely Maybe de Oasis y el sorprendente Parklife de Blur, mientras que el intentar acallar el ruido de una verbena de mi barrio me lleva a escuchar extasiada diez veces seguidas un vinilo desconocido que anda por casa, el disco homónimo de Suede, sin tener la más mínima necesidad de explicarlo al mundo (es esta escena lo que a día de hoy yo me atrevería a llamar felicidad). Faith No More, The Posies, Redd Kross, Type O Negative, Paradise Lost, My Bloody Valentine, Teenage Fanclub… se van incorporando a nuestra banda sonora de los 90, particular y concreta, y sin embargo no creo que muy diferente de la de millones de jóvenes de la época (si exceptuamos el italodance).

Se acerca el año 2000. De alguna manera sabemos que ya no será nuestra década. Toca madurar musicalmente antes de hacerlo en general (yo no quiero ni lo uno ni lo otro) y aquellos grupos demasiado “serios” que aparecían en el Rockdelux y que, en plena juventud, habíamos tenido a bien dejar en el tintero empiezan a sonar por casa por cortesía de Alejandro. Son los años de escuchar entre otros muchos a The Jayhawks, The Afghan Whigs o Mark Lanegan, la gran pasión de mi mellizo que yo no entendí hasta que lo vi en directo más de diez años después. Nos acercamos ya sin complejos a los clásicos (a los que ya habíamos acariciado tímidamente atraídos por el misticismo de The Doors): The Beach Boys dejan de sonar solo a California Girls y David Bowie, Neil Young o Love (o más concretamente, el que para mí es el mejor disco de la historia, Forever Changes) ocupan ya un lugar de honor en nuestro trono musical. De repente, The B-52’s nos parece lo mejor que hemos oído. Nuevos grupos y cantantes (al menos para mí), como Boo Radleys o el maravilloso Jeff Buckley me van resucitando los 90. Empezamos a escuchar a Pernice Brothers, a Foo Fighters, a Queens of the Stone Age

Continúa nuestra pequeña historia del rock (seguramente Alejandro y Víctor, que son los verdaderos melómanos, me dirán que me dejo muchas cosas). En realidad, no se acaba nunca. Cuando crees que ya lo has visto todo, descubres a Derribos Arias y a toda la Movida Madrileña, o al iluminado de David Eugene Edwards con 16 Horsepower y Wovenhand, o entras en una especie de comunión inexplicable con Joy Division, o entiendes que en realidad Leonard Cohen es un auténtico genio… y vuelves a empezar. No, no se acaba nunca. Nuevos y viejos nombres se agolpan en nuestra mente, que los va recopilando minuciosamente para no perder esa conexión con algo que en cierto sentido nos ha hecho distintos: más sensibles, más humanos.

Supongo que el advenimiento de la era de las descargas en Internet pilló a Alejandro comprando un arsenal de discos en la FNAC y a Víctor hojeando un catálogo norteamericano de discos de hardcore melódico. Ese mundo no ha llegado a interesarnos (dudo que lo haga nunca), tal vez porque intuíamos lo que por el camino de la tecnología se iba a perder. Pero esa es ya otra historia…

15 comentarios:

  1. Me permito anotar que esto no pretende ser un recorrido experto ni exhaustivo, obviamente; sino mi historia musical particular, que dedico a mis hermanos Alejandro y Víctor.

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  2. ¡Qué exhaustivo!

    Coincidencias y desencuentros... que podrían corresponder casi exactamente a que yo comencé los 90 con 20 años. Dos años después de estrenarme en conciertos con el de los Judas en el Palacio de Deportes de Montjuïc.

    Falta Black Sabbath. Un amigo mío estuvo en Siria en el 97, y allí se encontró con aquellas siempre presentes musicasettes de gasolinera de sus primeros álbumes, con Ozzy.

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    1. Desde luego, faltan muchos. Black Sabbath es precisamente uno de esos colosos que me faltan por explorar a fondo. Pero bueno, todos tenemos nuestra particular (además de incompleta en mi caso) historia del rock y a mí me ha encantado la anécdota de Siria. :)

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    2. Ah, sí, por supuesto; la mía también es incompletísima. En realidad si he citado a Black Sabbath ha sido como morcilla para poder colar la anécdota de Siria. :)

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    3. Jajaja. (Yo me he dejado a Elliott Smith, shame on me!)

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    4. He escrito una brevísima reseña de los Sabbath, ya puestos: http://wilbpack.wordpress.com/2013/08/29/jueves-dia-25/

      :)

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    5. Me ha ENCANTADO. Te acabo de dejar un comentario infantil y absurdo, pero es que no tenía nada más que decir. :)

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    6. Qué dices, si son los mejores, los que se detienen justo antes del primer 'PERO'. ;)

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  3. Maravilloso comentario que destila nostalgia de la buena por todas sus frases. Es tan importante para algunos de nosotros la propia biografía musical que este o aquel disco son capaces de traernos al recuerdo preciosísimos momentos.
    Realmente yo dejé de disfrutar los discos cuando me pasé al CD. Este nuevo formato ya no era lo mismo. Todavía hoy cuando echo mano del tocadiscos y saco polvo a mi colección de elepés llego a acariciar el entusiasmo que entonces causaban en mí cuando, tras horas en la tienda de discos de la capital, llegaba a casa, desenfundaba el disco y lo ponía a girar. ¡Oh, el sonido de la aguja posándose sobre el plástico, aquellos característicos ruiditos que salían amplificados por los altavoces antes de que entrara el primer tema! ¡Y el olor a cartón que todavía conservan! El CD simplificó un poco aquel ritual; el mp3 terminó del todo con él. Claro que comprendo y hasta envidio a mi madre cuando el recuerdo que a ella le dispara alguna canción no es sonido alguno amplificado, sino la viva voz de mi abuela cuando cantaba por casa: ¡ese es otro nivel!

    Elías.

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    1. El vinilo es un objeto de culto. Pero la cinta, ay la cinta. Con los temas que tú mismo has grabado y que se oyen fatal... Hay otro aspecto que ha cambiado: ya no se escucha música de forma colectiva si no es en conciertos. Nosotros teníamos el equipo (una birria de equipo, pero era nuestro equipo) en el salón; escuchábamos música juntos, martirizando a nuestros padres y a la abuela, nunca con auriculares ni enganchados a un aparato. Y quedábamos con los amigos "para escuchar música". ¿Quién demonios hace ahora eso?

      Hay una parte del individualismo que está matando muchas cosas. Y aquí entraríamos en un debate interminable...

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  4. Querida Vichyn:

    Permíteme decirte que, aunque desaparecida de Tuiter e Instagram, admiro tu forma de escribir, el qué y el cómo, en todas y cada una de tus entradas en el blog, además de agradecerle también las impepinables colaboraciones al Nigromante.

    A colación de ésta última (con la que gratamente he descubierto que compartimos edad), no me resisto a dejar mi comentario al tema de las cintas de audio incluyendo algún que otro párrafo escogido del que confío en que sea mi próximo libro de relatos, de pronta aparición.

    Gracias.

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    1. Gracias a ti, Carretero y manta. Por leerme, por los halagos y por compartir aquí tus escritos, que me ha encantado leer y me han hecho reír mucho. :)

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  5. 1.
    El gremio de otorrinolaringólogos nos advierte de una progresiva pérdida de audición, no ya por llevar el loro al hombro como antaño, sino por el perenne uso de auriculares cual fonendoscopio machacón. Esta tara no dificulta sin embargo que podamos gozar de música circun(ci)dante, como la música-ambiente de las grandes superficies comerciales en campaña navideña. O también, ya todo el año, la que nos malmete el verbenero propietario de un coche abierto de par en par. Pero no será al esnifar estos atronadores soniquetes cuando, como con algunos olores, nos invada el subidón. Ni mucho menos. El vértigo llega al desempolvar melodías que nos proyectan sensaciones vividas años atrás y que ya dimos por olvidadas. Y las escuchábamos en cinta.

    Así, desde nuestro lejano radiocassette escuchábamos música sin cortapisas. Canciones que, sin saber si te las acabaría pisando el locutor de turno, intentabas grabar al completo de la radio. Las oíamos de principio a fin, una y otra vez, guardándoles tanto cariño a ese puñado de cintas de época adolescente que hoy nos resistimos a mandarlas al traste. Quedarán de este modo almacenadas en una recóndita caja en un trastero, aunque no dispongamos del correspondiente aparato para oírlas de nuevo.

    De la perfecta reverberación demostrable en todo patio de vecinos andaluz se desprende que, en cada casa, coexistieron al menos cuatro tipos de cintas de música. Las dos primeras, la de sevillanas y la de villancicos, se escogerían según la calidez estacional. Curiosamente, el vecino consumidor de estas dos festivas modalidades musicales tendría seguras todas las papeletas para también, durante el resto del año, especializarse en marchas procesionales. Música sacra y olor a incienso en el descansillo de la escalera, que para eso era el corneta de la cofradía.

    La tercera cinta es la que, al cabo de un par de escuchas, sonaba distorsionada, derretida; como si hubiese sufrido una continuada exposición al sol. Vale que te la comprasen en un puesto sin toldo del rastro pero, en realidad, todas tus cintas originales, aún con portada, eran muy piratas. Finalmente, el último tipo de cinta se caracterizaría por acompañar a muchas en los más emotivos momentos de su adolescencia: la cinta de “Lentas”, una cuidadosa selección de baladas que escucharía tu hermana mayor mientras le durase la edad del pavo.

    Los más pequeños, ni tan ñoños ni con radiocassette propio, sólo escucharíamos música desde el transistor de la cocina de mamá, al oír cualquier tema de forma casual entre los ininteligibles comentarios de las tertulias de Encarna. Al no entenderla y carecer de dibujos, la sensación proporcionada por la radio era muy aburrida. Idéntica situación se producía a la hora del almuerzo, cuando le sugerías a papá que, mejor que el telediario, preferías los dibujos de la otra cadena. Pero no, te dejaban viendo el informativo y si eran las fechas, la Vuelta Ciclista, evento deportivo cuyas cabeceras televisivas están irremediablemente ligadas a los ritmos base del Casio PT-1. Así acabó más de uno, volviéndose loco, poco a poco, poco a poco.

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  6. 2.
    Sólo al alcanzar un mayor grado de autonomía dispondríamos de una de nuestras primeras pertenencias tecnológicas, el walkman. Pero por turnos, que era tu hermano mayor el que primero lo cogía. Esta posesión compartida no dejaba de ser un pequeño adoctrinamiento en lo que a gustos musicales se refiere ya que, sin poder ni poder adquisitivo, la personalidad del pequeño se iría desarrollando así fueran las preferencias del mayor, copiando sus apetencias musicales si la relación era buena, o bien rechazándola de plano si tu hermano te pegaba. Y es que no por ser hermanos se han de mantener inquietudes comunes. Al margen de esta particular escisión genética, el walkman serviría además para advertir lo efímero de lo material, pues también lo utilizarían para ir a correr, razón por la que luego desteñían las esponjitas de los cascos, ya de por sí desmenuzadas.

    Imprescindible en las excursiones del colegio, el walkman fue enemigo implacable de aquellos que, adultos o catequistas, se armaban de una guitarra a primera hora de la mañana para animar con el "Alabaré, alabaré" el trayecto en autocar. Pero este acto evangelizador ni aliviaría tensiones separatistas en la misión, ni evitaría que tus compañeros que daban Ética se quedaran traspuestos con el volumen del walkman al máximo. O durmiendo la mona pues, aún al alba, es sabido que en las excursiones adolescentes se desayunan licores. Ya se sabe, para qué vas a dar dos viajes...

    En los años ochenta, el misterio de la duración de las pilas sólo podría calificarse de insondable. No existían niveles de batería ni porcentajes que te mostraran la vida útil de las mismas, por lo que el único indicador sería reparar en que la voz de Ana Torroja se iba transformando en psicofonía. La falta de pilas te haría temer que, sin motivos de exclusión, en cualquier momento y quizás por tu aliento a anís, serías tú el siguiente al que el profesor invitara a entonar el "Adeste fideles". A ti, que llevabas tu intento de camiseta heavy oculto bajo tu jersey de rombos.

    Como toda precaución es poca, jamás aceptamos caramelos a la puerta del colegio, pero en toda excursión llevaríamos siempre cuatro pilas. Un par en pleno uso hasta que se agotara y, de repuesto, otro nuevo que pocas veces sacarías de su envoltorio, pues es extendida la creencia de que las pilas comienzan a gastarse desde el momento en que las compras. Porque nunca desecharías tus pilas usadas (y guardadas en el congelador) si el walkman todavía reproducía sonido, aunque transformase "The final countdown" de Europe en canto gregoriano, la tensa espera que precedía a su recambio era una agonía similar a cuando esperabas en casa una llamada en tu teléfono fijo. Al no recibirla nunca, llegábamos a pensar que se había producido un corte de la línea telefónica, pero al descolgar el aparato con la esperanza de oír ese entrañable pitido y comprobar que sí había línea, colgabas rápidamente, no fuera que en ese momento se produjera la llamada y el teléfono diera señal de comunicando. Y ahí quedábamos, agitando el walkman para darle energía. Energía cinética, que para eso cursábamos Bachillerato.

    Con un simple vistazo a la indumentaria de tus compañeros, no hacía falta ser un lince para comprobar que la mayoría heredábamos ropa de parientes cercanos. Porque un granjero no mudaría su camisa de cuadros por nuestro jersey de rombos (a menos que éste también heredara la ropa), tampoco cejaría nuestro empeño de sorprender a propios y extraños con nuestros arrolladores gustos musicales. Y más, inmersos en la transgresión de la norma que un viaje escolar prometía. Por eso, ajenos a las tendencias de temporada y con jerseys plagados de pelotillas, rebobinábamos las cintas con un bolígrafo hasta llegar al punto en que sonaría la musicona del momento: A-há, Vanilla Ice, Glen Medeiros o, el último grito, el conocido como Baile Prohibido, la lambada. Efectivamente, una moda cuya escucha tendría que haber sido penada por ley.

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  7. Y 3.
    Un tiempo más tarde, sería el amiguete vacilón cuya vida giraba en torno a las nuevas tecnologías (quien, en un alarde de sincronización, grababa cintas de cromo pulsando Play y Rec en ambas pletinas) el que nos deslumbrase con su caro lector de cedé. Como la compuerta de una nave espacial, que se abre sola sin tú empujarla, el suave sonido del dispositivo de la bandejita nos haría pensar que era un aparato venido del futuro. El bolígrafo para el rebobinado era ya cosa del pasado.

    La inmediatez que implicaba este panel digital sería el comienzo del fin. Pasamos así a escuchar unas cuantas canciones escogidas, ignorando otras que, aún compuestas con el mismo mimo, descartábamos sin compasión. Esta historia de antojos se repetiría con el mamotreto del discman, implicando además que o bien eras un caprichoso o tu familia era de posibles, porque tu viejo walkman seguía funcionando. Por no añadir el lastre de cargar con un bolso de mano.
    Por ser inimaginable conseguir compactos fuera de una tienda de discos, nuestra paulatina acumulación de engalanados cedés induciría a que ganáramos interés por la apariencia en perjuicio de la música. Le prestabas tanta atención al hecho de leer (y oler) con detenimiento su libreto, como a que pudieran apilarse a la perfección en tu asimétrica estantería. Y te quedabas colgado sólo mirando cómo le refulgía un Arco Iris a su pátina plástica. En el siglo XXI, esta suerte de holograma se colgaría en los balcones para evitar que los pájaros anidaran en las cornisas.

    Hoy, la irrupción de la música en formato digital ha causado tanto o más daño que la llegada del jabón líquido a las cárceles. Ahora que poseemos miríadas de canciones en carpetas, nos quedamos con la sensación de pertenencia. Como si juntásemos cromos: “Lo tengo, lo tengo, no lo tengo”. Este cambio es un síntoma del actual paradigma tecnológico que nos acecha, y podría vincularse igualmente con las relaciones humanas pues, en ocasiones, supone un consumo fácil e inmediato de éstas: perdidos el apego por lo material y el gusto por el diseño, cambiar tu cromo por otro es similar a cambiar de pareja y vuelta a empezar, hasta que me canse. Lo que no debe estar mal, porque en septiembre siempre aparecen nuevas colecciones.

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